El 16 de septiembre de 1976, estudiantes secundarios de la Escuela Normal Nº 3 de la Plata son secuestrados tras participar en una campaña por el boleto estudiantil secundario. Tenían entre 14 y 17 años. El operativo fue realizado por el Batallón 601 del Servicio de Inteligencia del Ejército y la Policía de la Provincia de Buenos Aires, que calificó al suceso como lucha contra «el accionar subversivo en las escuelas». Este hecho es recordado como «La noche de los lápices».
El operativo de secuestro fue bautizado por un comisario de la Bonaerense comandada por Camps como «La Noche de los Lápices». Comenzó como un homenaje de esa policía a la tradición antiperonista: ese día se cumplía un nuevo aniversario del golpe contra Perón en 1955. El sentido era escarmentar a esos estudiantes secundarios que luchaban por el boleto estudiantil gratuito pero que integraban la peronista Unión de Estudiantes Secundarios (UES), una organización de acción política de Montoneros. Todos pertenecían a ella, aunque Pablo Díaz había virado de la UES a la Juventud Guevarista. Los jóvenes no desplegaban su militancia más que en centros de estudiantes y entre sus pares de los colegios secundarios o, a lo sumo, participaban de tareas de alfabetización en barrios pobres. No eran temibles, ni enemigos armados. El arribo de la democracia en 1973, luego de un proceso creciente de enfrentamientos contra la dictadura militar que gobernaba desde 1966, trajo consigo la irrupción en la vida política y social de los distintos sectores populares que habían experimentado un crecimiento sustancial durante las luchas; entre ellos, los estudiantes secundarios. Uno de los objetivos más tenazmente buscado por la dictadura militar que gobernó entre 1976 y 1983 fue neutralizar a buena parte de la juventud y ganar a una porción para su propio proyecto reaccionario. La política hacia los jóvenes parte de considerar que los que habían pasado por la experiencia del Cordobazo y demás luchas previas a 1973, los estudiantes universitarios y los jóvenes obreros, eran en su mayoría irrecuperables y en consecuencia había que combatirlos. Para ello utilizaron un pretexto tan obvio como falaz: se trataba de subversivos reales o potenciales que ponían en riesgo al conjunto del cuerpo social. El ser joven pasa a ser un peligro. Al mismo tiempo, y pensando en el largo plazo, se empieza a desarrollar una estrategia que va más allá de la eliminación del «enemigo». Se empieza a poner la mira sobre el relevo. Ahí están los estudiantes secundarios. Al momento del golpe tienen entre 13 y 18 años más de un millón de jóvenes. Para que la muerte de vidas jóvenes caídas en la defensa de sus derechos, tenga un significado, es importante que se continúe siempre con la defensa de la formación de ciudadanos cultos, instruidos; es fundamental la capacidad de pensar, de discernir críticamente sobre sus propias razones, de escuchar otras posiciones y la de buscar formas de consenso que permitan la convivencia con justicia, con tolerancia, con solidaridad y con respeto.
Juan José Romero
Secretario de la Juventud