A 38 años del Golpe de Estado, una reflexión sobre la prohibición de la literatura infantil.
Por Natalia Pascuariello * Verano de 1992. Una nena de ocho años toca el timbre de mi casa. Abro la puerta y, con voz tímida y entusiasta, me dice: “Vengo a traerte esto. Te lo manda mi mamá.” En sus manos, traía el libro Las poesías de Mari Pepa, de Alejandro Cifra. Yo tenía ocho años y mis ojos se crisparon cuando comprendí que mi maestra de segundo grado me mandaba con su hija un libro de poemas con una dedicatoria en la que me estimulaba a seguir escribiendo literatura. Así, “Juguemos a leer versos” (1967), “La oración al sol de un niño” (1968), y “El primer muñeco del mundo”, (1974), fueron algunos de los primeros versos que acompañaron mi infancia. Estaban compilados en una edición del año 1976, antes de que el golpe militar produjera el genocidio cultural que hoy, a 38 años, con urgencia y con rabia, tengo ocasión de recordar.
La avalancha de historias del horror de la última dictadura incluye la represión a la cultura, que se propuso enmudecer a los autores a través del lanzamiento de decretos para la prohibición de determinados libros. Como señalan Hernán Invernizzi y Judith Gociol en Un golpe a los libros (2003): “A la desaparición del cuerpo de las personas se correspondió el proyecto de desaparición sistemática de símbolos, discursos, imágenes y tradiciones.”
Así, la literatura infantil fue un blanco fuerte que se propusieron desterrar. Es el caso de La Torre de Cubos, de Laura Devetach que la resolución N° 480 del Ministerio de Cultura y Educación de Córdoba decía: “Del análisis de la obra “La torre de Cubos, se desprenden graves falencias tales como simbología confusa, cuestionamientos ideológicos- sociales, objetivos no adecuados al hecho estético, ilimitada fantasía, carencia de estímulos espirituales y trascendentes”. Además, se menciona que el libro critica “la organización del trabajo, la propiedad privada y el principio de autoridad.” Un elefante ocupa mucho espacio, de Elsa Bornemann, – cuento que trataba de una huelga de animales – también fue objeto de esta censura ya que “De su análisis surge una posición que agravia a la moral, a la Iglesia, a la familia, al ser humano y a la sociedad que éste compone”.
En Territorio coercitivo. Notas sobre la literatura infantil y la última dictadura militar en la Argentina, Arpes-M.Ricaud sostiene que al decretarse la peligrosidad del texto, queda implícita una idea de infancia según la cual el niño es pensado como “un recipiente vacío susceptible de llenarse con contenidos de doctrina política, que lo convertiría en un potencial sujeto para la acción subversiva”. Por lo tanto, se buscaba preservar al niño de la “ilimitada fantasía” para que no se involucre ni se entere de la realidad que lo rodeaba.
Prohibiendo los libros buscaron prohibir la libertad de pensamiento. Quemando más de un millón y medio de libros -en 1980 en un baldío de Sarandí- pretendieron hacer cenizas la cultura. Pero los libros sobrevivieron a los dinosaurios -uno muerto en cárcel común, tantos otros condenados- porque una forma de la resistencia a la censura fue a través de la educación. La literatura resistió a través de los maestros que contaban los cuentos en las escuelas cambiándoles el título o sin nombrar al autor, y es importante que estos hechos hoy se resistan al olvido.
Apenas habían pasado nueve años de la recuperación de la democracia cuando mi vértigo de niña insistía tipeando los poemas en mi recién llegada computadora y decorando con ellos las paredes de mi habitación. La democracia me permitió ser una niña lectora. Y hoy, ser una adulta lectora que espera y lee un libro como un regalo que llega a su casa, una tarde de verano a la hora de la siesta, y se devanea con la ilimitada fantasía que los militares no le pudieron prohibir.
* 29 años. Periodista. Estudiante de Dramaturgia y Letras (UBA).