El iniciador de una doctrina marxista jamás imaginó que sus ideas (la revolución socialista debe ser mundial y permanente, hasta la derrota total del capitalismo) se cumplirían parcialmente (su distribución y permanencia mundial) e inspirarían, décadas mas tarde, la creación de un movimiento, que derivó en partido (el obrero).Mucho menos que éste, se adjudicaría la presidencia de un país; y menos que menos, que ese país fuera, uno tan
lejano geográficamente, y tan distante en cuanto a filosofía se trata, de sus principios. Ni el más venturoso de los analistas políticos, ni el menos crédulo de los pesimistas de la taberna de Quiroga y Nueve de julio, ni el sodero. Ninguno, resultaría artífice de tan negro augurio. Un triunfo se asocia con una alegría, raramente con la muerte. La marea baja, demasiado. Unos doscientos metros de arena empapada de agua salada, marrón oscuro y rígida, decorada con charcos distantes; cadáveres de algas pudriéndose, uno que otro caracol, conchas y cangrejos. El horizonte difuso por la bruma. Un ejército de flamencos rosados reposa sobre la playa. Su colorido contrasta con la mustia y grisácea tarde. Agrupados, como esperando una batalla, una escaramuza, con esa inquieta ballena franca austral quizá, que asoma su terriblemente enorme medio torso y castiga, azotando el océano. La lluvia y yo, testigos, de esa obra de arte cinematográfica que adolece de libro y director. Era las tres y media del 29 de julio de 2011. Luego del espectáculo, deduzco, que aún me queda por terminar el cuento de Altamira; el resultado de una ocurrencia delirante y graciosa. Iba en automóvil, los médanos y tamariscos le daban la interrupción (visual) necesaria y el suspenso debido a mi apócrifo corto en la costa de Puerto Madryn. Esa ocurrencia graciosa, al igual que una vasija de barro, fue tomando forma lentamente. Moldeada con el paso de los días, la historia ganó en contenido y locura, creo. También percaté que debía de apresurarme, pues tan sólo me restaba una quincena para concluir. Las elecciones primarias se aproximan y esta ficción resultaría obsoleta de caducar mi plazo. Altamira yacía tendido sobre los cerámicos templados; se terminaba octubre y el frío en su espalda manifestaba el primer escalón al cielo. Contemplando el techo del Bunker, donde esperaba los resultados de los escrutinios, advirtió que este era blanco y en las paredes asomaban lienzos de Marx y Lenin (solo él los veía). También advirtió (justo antes de morir), que todo no era más que una coincidencia colectiva. Pensó: “que irresponsabilidad cívica, la de millones de personas que por consideración o pensando que al nadie lo votaría, lo hiciesen”. Concretando, lo que a posteriori se considerase, la mayor sincronización (telepática e ideológica) en masas de la historia de la humanidad. Un equívoco o un acto de justicia, depende con que ojo se lo mire; o un premio a la perseverancia de un partido y un hombre que nunca doblegase. De igual manera, arrostraría su destino.
No comprendió por que, si como. Un amigo acaudalado lo había invitado. Uno de esos jóvenes despreocupados y bohemios, que dos por tres vagaban por Europa, despilfarrando la fortuna de papá; no vale la pena describirlo, solo mencionar, la singular particularidad que tenía de pensar como un fervoroso comunista y vivir como un auténtico capitalista. Jorge se inspiró en él, absorbiendo la primera de sus dos características. De esa manera recorrió los países bañados por el Mediterráneo y los que no también, vertiginosamente, sin omitir museo alguno, castillos e imponentes monumentos. La tempestad, por el Giorgone. Galería de la Academia en Venecia. La Conjuración de Claudius Civilis de Rembrandt, en el Museo Nacional de Estocolmo. La dama velada, de Rafael, en el museo de los oficios. El Castillo Románico de Bersel, en Bélgica. El retrato de Elena Fourment con sus hijos, por Pierre Paul Rubens en las paredes del museo de Louvre, Paris.
El sonido de las hojas muertas y secas sobre las baldosas. Las pisó, y ese extraño crujido le llamó la atención (efímeramente). Quizá fuera el único indicio, que determinaría la estación del año. Todo le era ajeno. Estaba en Paris. Otoño del sesenta y siete. En su pasaporte, impreso aún: José Saúl Wermus, luego sería conocido como Jorge Altamira. Me surgen considerables dudas, acerca de que si el cambio de nombre fue por necesidad, al igual que su mentor Lev Davidovich Trotzki (recordemos fue deportado y cambió su identidad para viajar), antes, Leiba Bronstein; o justamente, para imitarlo. Continúo pisando las hojas secas, con cierto placer de torturador, más que de verdugo. Introdujo su mano derecha en el bolsillo de su sobretodo negro y palpó las dos entradas de dos colores diferentes y dos teatros diferentes (lindantes), que había adquirido dos horas antes. Se encontraba solo, pero no perdía la manía, de no correr el riesgo, de elegir una obra que no fuera de su agrado, un concierto. Sentado sobre un banco de madera tallada, en la plaza de la Concordia (flanqueada por el Sena), partió con sus dedos una nuez, que había comprado en un pequeño puesto de frutas, que esa tarde funcionaba sobre la avenida de los Campos Elíseos; deglutió pausadamente su núcleo y marchó mansamente hacia los teatros. Lo que sucedió a continuación lo recordaría en su lecho de muerte.
Treinta millones de argentinos no conocieron a Jorge Altamira hasta después de muerto. No supieron de su sabiduría, coraje y principios. Nunca imaginaron que se trataba de un intelectual, un hombre muy preparado, (no un improvisado). Fue uno de los fundadores del partido obrero, escribió siete libros referidos al socialismo y gozaba de admiración terciaria y académica; pues brindaba conferencias en las Universidades de San Pablo y Barcelona. Esto y mucho más puede decirse de él. Mucho que muchos no supieron y que muchos ahora sabrán. Una andanada de información escrita, oral y visual. Sus libros contemplarán todo tipo de reediciones (en tapa dura, fofa, mórbida y otras) y en los revisteros colgarán sus videos de viejas charlas y biografías autorizadas y no.
Treinta millones de argentinos, para que repetir los porcentajes. Demasiado, mejor no ofender el honor de los otros competidores. Culpables indirectos, pero culpables al fin de tanta alegría y sorpresa. Cuando Jorge Altamira, recibió la noticia que había sido electo Presidente de la Nación, lo tomó a broma; presentase en cuanta elección de primer mandatario en los últimos quince años. Luego, al constatar que las radios y los canales de noticias insistían, esperó ansioso. Desde ese momento, se avocó a escudriñar todo. Su alrededor, las circunstancias, sus allegados y esperar como es debido los datos oficiales. Su corazón comenzó a latir con mayor intensidad. Cuando el rumor, por fin fue confirmado, exhaló. Primero se sentó lentamente-llevaba cinco horas, parado, saludando-. Tomó y apretó su pecho con su mano izquierda; miró a su mujer y sus hijos y sus seguidores que al igual que él, continuaban sin entender nada (igualmente se abrazaban y brincaban). Una extraña sensación invadió su cuerpo, una ensalada de algarabía, estupor y miedo. Solo atinó, (tembloroso) a bromear con su compañero de fórmula, Cristian Castillo, que lo miraba consternado, << mucho gusto vicepresidente. Placer conocerlo. >>, << Igualmente señor presidente>> retrucó Castillo, (dubitativo) sin quitarle la vista de su pecho. Entonces Jorge Altamira, el gran triunfador cívico, se desplomó. El caos devino…… en ese instante, el protagonismo apuntó a alguien, que todavía no aceptaba la dura realidad de haber perdido a su querido camarada; no asumía aún su extrañísima situación. En su lecho de muerte, recordó aquella siesta en Paris, aquella tarde donde el teatro, el azar y los deja vu del destino y sus caprichos, le anunciaron cuatro décadas y cuatro años antes el suyo. Recordó haber presenciado un caso similar. Dos teatros contiguos, dos espectáculos contiguos, dos fallas contiguas, colectivas e inexplicables también. En uno, Frank Sinatra, en el otro Marcel Marceau. En el primero, una convención de colegios con dificultades y disminución auditivas, admiradores del segundo. En el segundo una conjunción de críticos y público en general, admiradores del primero. Todos salieron desconformes, como sin comprender, pero permanecieron toda la función como caballeros, (Jorge deambuló de una sala a la otra en reiteradas ocasiones sin querer comprender el fenómeno) para no herir la susceptibilidad de los artistas.
Cristian Castillo estuvo junto a él en el bunker en el momento del paro cardíaco, estuvo en la ambulancia camino al hospital, estuvo a los pies de la cama en el preciso momento de la defunción, estuvo en la morgue, junto al cajón en el velatorio en las instalaciones del Partido Obrero, estuvo también en el acompañamiento fúnebre, y estuvo finalmente cuando la tierra cubrió por completo la maldita caja de roble. Eran las dos de la tarde, levantó la vista, su rostro duro como una piedra, sin lentes oscuros. De esos hombres que no acostumbran a expresar en demasía sus sentimientos; el fuego y el hielo no salen de sus poros. Estaba rodeado de su familia, de la de Jorge Altamira, de amigos en común, de gentes del partido, de gentes fanáticas de la muerte y sus ídolos, de periodistas, de detractores y el cura y un coro que no entendió bien que hacía allí, ni quien lo había convocado. Advirtió que todas las miradas iban dirigidas a él, y que lo hacían de una forma como nunca nadie lo hizo. Percató también que en adelante sería así. Que en dos meses estaría presente en la ceremonia de cambio de mando, y que en dos meses el Presidente del país no sería otro más que ese que todos miraban.