JUSTICIA CIEGA, MODALES PÚBLICOS
“En un mundo que prefiere la seguridad a la justicia, hay cada vez más gente que aplaude el sacrificio de la justicia en los altares de la seguridad. En las calles de las ciudades se celebran las ceremonias. Cada vez que un delincuente cae acribillado, la sociedad siente alivio ante la enfermedad que la acosa. La muerte de cada malviviente surte efectos farmacéuticos sobre los bienvivientes. La palabra farmacia viene de phármakos, que era el nombre que le daban los griegos a las víctimas humanas de los sacrificios ofrendados a los dioses en tiempos de crisis”. (Eduardo Galeano, Patas arriba – La escuela del mundo al revés, pág. 45, Catálogos,1998).
Las maneras del poder y razones parajurídicas
Es posible encontrar justificados o naturales, los actos y sentimientos de quienes proclaman su propósito de que los sospechosos de cometer delitos sean tratados con severidad por el Estado; de quienes públicamente confiesan su fe en algún concilio sobre el dogma del manodurismo y aun de quienes expresan impetuosamente su diatriba contra el Poder Judicial –más allá de la vaguedad y falta de precisión en lo que se dice o escribe.
No es difícil conocer el motivo que excita la ofuscación que mueve protestas gubernamentales y el ánimo o la intención de los ciudadanos a quienes conciernen decisiones jurisdiccionales.
Los vehementes gritos que, por la seguridad ciudadana, con vigor y esfuerzo profiere la clase media, aquejada y constreñida por los fantasmas del delito, encuentran su razón y su apología en el discurso de muchos de los que ocupan cargos públicos o aspiran a hacerlo. Por tal motivo, no es de extrañar que aquellas voces aumenten sus decibeles en las postrimerías de las campañas electorales.
Todo eso puede comprenderse. Lo que no es lícito, de ningún modo, es abdicar de nuestras convicciones republicanas. No debe permitirse que la persona responsable de la sentencia se sienta presionada antes de dictarla.
El conjunto de ideas filosóficas y políticas sustentadas por muchas personas que se inclinan –por provecho, por afición o por otro pretexto–, hacia prácticas liberticidas, acaso instituyan un acierto innecesario. Es que asignarle al problema del incremento de la violencia callejera una calidad meramente penal, en lugar de abordarlo como un tema de índole social, no es otra cosa que desviarse del cometido de solucionar el asunto.
Por un lado, los principios republicanos, esos en los que halla raíz el concepto predicamental de que la libertad de los ciudadanos es digna de veneración por su carácter casi divino; que es objeto de culto por la relación que guarda con la historia de la humanidad. Por el otro, la opinión de algunos de quienes rigen –o pretenden hacerlo– los asuntos públicos, se encauza en la dirección inversa; es decir, lleva derechamente su objetivo hacia un término contrario al de aquellos principios.
Se produce así una tensión entre dos designios opuestos: ciertos sectores de la sociedad –aun autoridades estatales– reclaman públicamente de los jueces un modo de fallar y, por otro lado, éstos actúan con la libertad y la independencia con que siempre lo han hecho.
Es difícil pues no sospechar que la sociedad no advierte o no repara como debiera en que si los jueces sentencian de cierta forma, de determinada manera legal, lo hacen en estricto acatamiento de la ley. Entonces ¿Por qué se cuestiona el modo en el que se ejecutan los actos del Poder Judicial? ¿Por qué se ponen en duda la destreza, la honestidad y la sabiduría de los magistrados?
Es algo que nos lleva a otra reflexión más profunda que el tema de la inseguridad: Los ciudadanos del país argentino padecemos de una grave inmadurez democrática si no podemos confiar en las instituciones, si ponemos en crisis, por ejemplo, la fiabilidad del Poder Judicial.
El razonamiento que se emplea para demostrar la proposición de que el delito crece porque los jueces son inoperantes, deja de lado la siguiente dificultad: que el fenómeno de la inseguridad es plural y se compone de elementos diversos, por lo que debe ser percibido con una mirada más amplia, que analice también las falencias del Estado en su conjunto. Para comprender las formas de manifestación de la inseguridad, es preciso que se tengan en cuenta factores como el desempleo, la exclusión social, la proliferación de armas ilegales, el incremento del consumo de drogas, el crecimiento de la violencia social, la reproducción de patrones de conducta violentos, entre otros.
No será ejerciendo presión sobre los jueces como se resuelva el problema, ni exigiéndoles permanentemente que no concedan las libertades de los ciudadanos sometidos a procesos penales.
El que eso pueda lograr que voluntariamente y sin oposición los jueces cumplan con tan reiterado encargo, es un juicio sensato. Las emociones hacen que nos equivoquemos y nos mueven a discurrir ideas de modo muy extraño. Lo terrible de ello es que se pretende obtener un nuevo modelo que sirva de muestra para restringir la libertad de los ciudadanos, sin ley que lo permita.
Destino de tribunales
En los estados democráticos de Derecho, los órganos jurisdiccionales del Poder Judicial tienen a su cargo el conocimiento exclusivo de todas las contiendas judiciales, como un tercero imparcial e independiente. Es ésta la función más evidente de los jueces y, acaso, la más antigua. Esto es muy claro y no ofrece dificultad.
Pero, además de esa tarea, le corresponde al Poder Judicial realizar otras dos funciones por las que merece ser condenado y castigado por la justicia divina.
Una, es la custodia de los derechos fundamentales y libertades individuales, que se trazaron tanto en el derecho penal sustantivo como en el instrumental. Esta competencia judicial resguarda los derechos de la persona no sólo de injusticias penales, sino también con respecto a la imposición arbitraria de una pena.
La otra, el control de legalidad de los actos de los otros dos poderes que –a diferencia de los jueces– sí fueron votados en comicios. Es así, un poder contramayoritario, un contrapoder o, dicho de otro modo, un poder que intenta contrarrestar al poder establecido.
De manera que la nada desdeñable tarea de tutelar el conjunto de garantías y derechos que la ciencia jurídica liberal ha conseguido entronizar a lo largo de tres siglos de historia y de muchas batallas, con las que fueron bautizadas nuestras calles, está a cargo del Poder Judicial. Por la cual es criticado con dureza por un sinnúmero de individuos, medios de comunicación y políticos profesionales en general.
El valor de la libertad y la verdad jurídica
La libertad –¿Qué duda admite?– es en el proceso de desarrollo o transformación cultural propio de las sociedades más adelantadas (por el grado de expresiones humanas), aquello que en sí mismo tiene el complemento de la perfección en su propia naturaleza.
Es uno de los bienes humanos más preciados y estriba en la facultad natural que tienen las personas de obrar de uno u otro modo y de no hacerlo. Constituye el modelo original y primario –el punto de partida moral– de la facultad de la mujer y del hombre de decidir y ordenar la propia conducta, por lo que son responsables de sus actos.
Ese valor ha sido entronizado por la doctrina política que propugna la libertad y la tolerancia en las relaciones humanas. Según la noción de Estado de Derecho concebida por el liberalismo, el gobierno y los ciudadanos deben acatar con sumisión la autoridad de las leyes que regulan la actividad estatal y los actos externos y las funciones con que cada Poder del Estado se singulariza entre los demás.
La Constitución francesa de 1791 incluyó la expresión que luego se cristalizaría como el dogma del constitucionalismo liberal: “Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada, ni se adopte la separación de poderes, carece de Constitución” (artículo 16). Para que se cumpla el propósito constitucional no sólo deben regularse con precisión el resguardo de las libertades, sino que el Estado debe garantizar que el ordenamiento jurídico entrañe la infalibilidad de sus normas y, por lo tanto, la previsibilidad de su aplicación (en España la seguridad jurídica es un principio constitucional). Zaffaroni anotó que “El sentimiento de seguridad jurídica no tolera que a una persona (es decir, a un ser capaz de autodeterminarse) se le prive de bienes jurídicos con finalidad puramente preventiva en una medida impuesta sólo por lo que indica su inclinación personal al delito, sin tener en cuenta la extensión del injusto cometido y el grado de autodeterminación que tuvo al actuar”1. Alberdi –citado por Mario Midón– decía que, precisamente, “Para la existencia de esa seguridad jurídica no basta que la libertad aparezca enfática y solemnemente proclamada en la Constitución, la ley o los discursos de los gobernantes, sino que es necesario que realmente todos y cada uno de los habitantes tengan el goce efectivo y real de sus derechos… porque una libertad escrita es una libertad muerta, si además de escrita no vive palpitante en los usos y costumbres del país”2.
La Corte de la República Argentina explicó que el artículo 18 de la Constitución Nacional, al establecer que la orden de arresto debe provenir de autoridad competente, presupone una norma previa que establezca en qué casos y en qué condiciones procede una privación de libertad3.
Por razón de ese principio, los jueces deben afianzar lo estipulado por las normas principales que constituyen la razón fundamental sobre la cual deben proceder. De allí que las reglas que permitan coartar la libertad personal del los ciudadanos sometidos a proceso (la prisión preventiva y otras medidas de coerción o las que restringen la excarcelación) son de aplicación restrictiva: Es decir, nadie es privado de su libertad si no resulta absolutamente indispensable para asegurar la investigación y la actuación de la ley, de lo contrario el juez actúa en oposición al espíritu de la Constitución4.
Cuando se produce una infracción a la ley penal es a los jueces, a quienes les compete comprobar si la norma ha sido efectivamente violada y en qué medida, para imponer la sanción que establece. Esto, desde luego, debe desarrollarse en el marco de un proceso en el que se verifique la culpabilidad del imputado, con todas las garantías constitucionales y con acusación fiscal, cuyo aseguramiento está a cargo del juez. En todo proceso penal la acusación constituye una condición sine qua non de procedibilidad, o sea, una garantía jurídica para la afirmación de una responsabilidad penal y para, eventualmente, la aplicación de una pena: No una condición suficiente en presencia de la cual está permitido o es obligatorio proceder, sino una condición necesaria en ausencia de la cual no está permitido proceder (nullum iudicium sine accusatione)5.
Como se sabe, el principio de legalidad penal cumple en un Estado de Derecho una función de limitación objetiva del ius puniendi estatal (facultad estatal de castigar a un culpado por delito).
Ciertos autores modernos, la mayoría de ellos descendientes de los vikingos, han conformado el movimiento abolicionista que postula la supresión de las penas de encierro y de los sitios donde se cumple e, incluso, del propio sistema penal. Más tarde autores italianos como Luigi Ferrajoli, Alberto Filippi y Alessandro Baratta propusieron el minimalismo penal, teoría que propicia la aplicación mínima del derecho penal, reservándolo sólo a las situaciones más graves (el derecho penal como última ratio del orden normativo).
La doctrina republicana ha establecido con nitidez que sólo la ley, concebida en sentido formal, ha de ser la fuente de delitos e infracciones penales, de penas, de medidas de seguridad y de circunstancias agravantes.
Hace más de un siglo, el positivismo penal sociológico postulaba la defensa social como fin esencial del derecho penal. Esta doctrina permite justificar que el individuo sea el instrumento para que la sociedad permanezca indemne. Invocarla en la actualidad constituye la incongruencia que resulta de presentar algo como propio de una época a la que no corresponde.
Modales estatales
Hay quienes hallan justificativos con sobrada rapidez para turbar el sosiego de su silencio voluntario. Se trata de quienes pretenden comunicar, reducida a términos claros y precisos, la siguiente proposición: La responsabilidad de la inseguridad pública es del Poder Judicial.
El argumento consiste en reducir cómodamente los problemas de la inseguridad ciudadana y de la violencia callejera a una modesta e ineficaz práctica tribunalicia. Este planteamiento que, admitidas las premisas es innegable, contiene la contingencia inminente de que suceda el absurdo. Un aspecto inusitado que presenta el discurso simbólico que ha adquirido esta práctica política, es que pasa por alto los postulados del Derecho Constitucional –regulador y fuente de racionalización del poder– dejando de lado una formidable dificultad: la de compatibilizar ese axioma con los derechos humanos, cuya protección la constitución ha confiado a los tres poderes estatales, aunque las competencias para ello no son las mismas en cada uno de éstos.
Si el incremento del delito es responsabilidad de quienes deben sancionarlo, bastaría para erradicarlo la supresión de los organismos encargados de juzgar. Si de lo que se trata es de huir de una dificultad que no puede sortearse, interponiendo una voz o una autoridad respetable, pasaremos por alto el problema sin que éste experimente mutación alguna. La práctica reside en amonestar agriamente al Poder Judicial vociferando sus vicios y defectos; vituperando o desaprobando la actividad judicial como categoría. Semejante aportación moral, intelectual o estética a la doctrina que se sustenta en los principios republicanos, no hace más que suprimirla. La situación especial en que se halla la seguridad pública y la inclinación que genera en el ánimo social hacia comportamientos inquietos y turbulentos (especialmente, cuando se comenten crímenes que provocan conmoción), mueven a las autoridades a la desesperación y a expresar impetuosamente su queja o disconformidad, con indiferencia de las verdaderas funciones que tiene el derecho penal. Con abstracción de las urgencias de quienes tienen a su cargo el diseño y la ejecución de la política anticriminal es fácilmente perceptible una tensión irresuelta entre los Poderes Judicial y el Ejecutivo, que es trasladada por éste a la sociedad. Las vocinglerías y baladronadas públicas sólo permitirían, en el mejor de los casos, alcanzar el primero y más obvio de los actos del entendimiento, que se limita a la simple noción de justicia, pero lejos está de permitir entenderla. Quienes ponen en acto estas alocuciones bruscas contra el Poder Judicial acaso ignoren el grave daño que generan en el ánimo de los jueces. Tal vez no sepan que antes que contribuir a acrecentar la eficacia de los tribunales –haciéndolos pasar a un estado mejor– no hacen más que poner trabas entre las tareas de los jueces y su resultado. No es la búsqueda de una justicia mejor sino el aporte a la construcción de un Poder Judicial inútil, inservible e incapaz de solucionar el conflicto penal.
Antes que permitir al pueblo (eso que ahora se llama “la gente”) entender, alcanzar y penetrar en el concepto de justicia; antes que el justiciable pueda adoptar una actitud comprensiva o tolerante frente a los problemas, se lo aleja del conjunto de cualidades que integran un concepto pleno y cabal.
Resulta muy atractivo para los funcionarios proclamar a la seguridad como una de las labores a desarrollar por el Poder Judicial, a la que parece estar obligado por la ley divina, natural o positiva.
Estas prácticas que los argentinos padecemos por tradición o por hábito, hacen que se distorsionen las diversas razones en las que halla su raíz el crecimiento del delito y de la violencia, de manera que no puedan reconocerse ni distinguirse. Se desconfía de las sentencias y se cuestiona la pericia y la habilidad de los jueces. Eso es lo que se logra con un discurso intransigente, fanático, extremado.
No obstante, lo que se ha dado en llamar “la clase política”, no asume la paradoja ni se hace cargo de los riesgos.
Problema no aclarado, cuestión dudosa
Para imponer su autoridad las dictaduras deben violar la legislación anteriormente vigente; para ejercerla, prescindir de una parte esencial del ordenamiento jurídico.
Así, del conjunto de principios y normas –expresivos de conceptos de justicia y de orden– que regulan las relaciones humanas en toda sociedad, se cercenan de manera coactiva los derechos fundamentales –inherentes a la dignidad humana, imprescindibles para el libre desarrollo de la personalidad– a los que las constituciones modernas les asignan un valor jurídico superior.
Un país con doscientos años de edad, que ha padecido interrupciones sistemáticas, asediado y asolado a lo largo del siglo XX por las dictaduras no puede contar con una cultura democrática de raíces profundas.
La República Argentina, cuyos ciudadanos nos caracterizamos por nuestra falta de sentido o de razón republicana, ha dado lugar a expresiones tales como: “Algo habrán hecho”, “por algo será”, “¡Sálvese quien pueda!”, “un delincuente, una bala”, “¡Que se vayan todos!”, “el que mata tiene que morir”, “no sos vos, soy yo…”.
Entre otras delicias, claro. En semejante escenario se halla en su estado natural, la sociedad que no reacciona con escándalo cuando escucha invehír a los políticos contra los jueces. Pero temo que hay otro motivo de entidad más importante, algo más arduo y enfadoso. Pienso en esa razón y siento la vasta incomodidad del hombre que ha descubierto algo que no debía: Es que no existe un grave error del entendimiento, sino que el pueblo ha sido decepcionado por el sistema democrático y, por lo tanto, con más o menos discreción, se ejerce contra él una masiva indiferencia y un desapego que denotan menosprecio. Esto es para mí una novedad porque siempre he creído que la aceptación de la democracia era de carácter ético y que la forma contraria de gobernar la sociedad podía equipararse a conductas depravadas, perversas, o que se apartan de lo aceptado como lícito. Ahora que ya no es preciso recuperarlos, los argentinos podemos desistir de las garantías y derechos que la Constitución del Estado Nacional reconoce a todos los ciudadanos. Hay, digámoslo, en esta extraña idea –opuesta a la común opinión y al sentir de los entusiastas compatriotas de la década del ’80– una aseveración menos admisible que extravagante pero que se presenta con apariencias de verdadera. Nuestro desarrollo del sentimiento democrático no sólo no ha alcanzado aún su plenitud vital, sino que es cada vez más ostensible el cambio hacia una designio represivo, inverso al respeto de las garantías individuales; en detrimento de los esfuerzos democráticos de muchos ciudadanos por procurar el bien ajeno aun a costa del propio. Declino la pretensión de explicar, siquiera ineficazmente, que nuestra sociedad –por su naturaleza, por la interrupción institucional sistemática o por otro motivo–, se inclina hacia algo en particular: un nuevo tipo de sistema de control social, que con los preceptos usuales de democracia es incapaz de prosperar.
Sin embargo, antes de finalizar, tomaré la precaución de impedir que se ofusque la claridad del lector (o, acaso, de decepcionarlo): Este texto es un mero enunciado compendioso de una noción o de algunos rasgos muy característicos de la sociedad argentina actual, no un postulado que amenaza con el exterminio de la ideología republicana. La proposición de esa idea no sólo no se incluye en estas líneas, sino que ello ha estado tan lejos de suceder, que ni siquiera se ha ofrecido a mi pensamiento.
1 Zaffaroni, Eugenio Raúl, “Manual de derecho penal – Parte General”, Buenos Aires, 6ª edición, 1997, pág. 71.
2 Midón, Mario, Manual de Derecho Constitucional Argentino, Edit. Plus Ultra, pág. 270, 1997.
3 Corte Suprema de Justicia de la Nación , Fallos 317:1985 , LL 1995-B-349. ver consid. 6 del fallo.
4 Artículos 18 de la Constitución Nacional, 1º del Pacto de San José de Costa Rica, 49 de la Constitución de la Provincia del Chubut y 20 del Código Procesal Penal.
5 De la moderna doctrina penal puede consultarse al respecto el Sistema Garantista, axioma A8, (SG A8) de Luigi Ferrajoli, Derecho y Razón, Ed. Trotta, segunda edición 1997, páginas 567, 569, 606 y 607.