MORIR EN EL INTENTO Por Marcelo Ojeda

Por Marcelo Ojeda. Miraba la pared a veces diez minutos, otras dos horas, daba lo mismo. Una tristeza inmensa lo invadía y en ocasiones divagaba tanto que no sabía si estaba soñando, se pellizcaba; o si el reflejo en su encendedor de plata era solo una loca sensación suya. Lo único que controlaba un tiempo atrás era a qué hora cerraba sus ojos y a qué hora los abría, que pensaba o dejaba de pensar, ahora siquiera ello. Nada le pertenecía, ah sí, algo: su desesperación. Desde su pequeña ventana, subido a una silla vieja y despintada lo desvelaba siempre la misma imagen. Era la pared trasera del pabellón. Una roñosa construcción de salpicrete que en su momento de esplendor fue gris, pero que cuarenta años después presentaba un marrón claro producto de la persistente acción de la humedad. Aquella desagradable obra de albañiles desganados contaba con cuatro ventanitas que siempre contemplaba. Algunas veces coincidía con otro curioso como él y entablaba conversaciones amistosas y otras no tanto. Pero todos los días veía lo mismo, cuatro asoladas ventanas con cuatro asolados barrotes, los cuales en repetidas ocasiones lograba confundir con árboles de copa abultada como los que solían tener en el campo de su padre, y los ojos se le llenaban de lagrimas; de lagrimas que secaba rápidamente temiendo que lo viera su compañero de celda, pero luego recordaba que había fallecido dos meses atrás y las dejaba correr con desenfreno. Mirar el cielo sí que era otra cosa, otra cosa muy diferente. Por lo menos le brindaba funciones diversas. El mismo teatro con otros actores, otras obras. Un día nublado, uno soleado, una noche cerrada, una estrellada. Las tardes con una que otra nube eran sus preferidas, sus formas y movimientos lo estremecían. Eran su único escape. Sentía que las tocaba; las tocaba les juro. Una vez aprecio una que parecía un caballo. Rápidamente se calzo las botas y el sombrero y de un solo salto lo monto. De pronto se sintió libre, el viento en su cara azotaba de manera tan real que parecía cierto. Unos minutos más tarde se apiado del pobre animal y lo dejo, sin poder evitar sentirse devastado; volver con la manada. No quería que Manchita, así lo bautizo, corriera su misma suerte. Una noche vio tropezar y caer una estrella fugaz y no se atrevió a pedirle un deseo; ¿para qué? Pensó, ¿Quién me lo va a cumplir? Después cayó en la cuenta que no solo sus músculos, sus huesos, su piel y su pelo yacían frenados. Tremendamente peor, su espíritu, su esperanza, sus alegrías y tristezas, su fiereza, todo, todo guardado, todo, pasible, pasivo, todo, es decir nada, eso: nada suelto. Incontables veces le broto una necesidad imperiosa de encarar esos ladrillos con su humanidad y chocarlos, violentarlos hasta el hartazgo, hasta derribarlos o morir en el intento. Pero al menos intentarlo, aun sabiendo que si lograba su cometido los guardias le dispararían, es que correría desesperadamente. De pronto, interrumpió uno de sus letargos, tomo coraje y tumbo la pared como si esta ultima fuera de telgopor. Un inmenso hueco apareció en su celda y sin dudarlo tan solo un instante atino a cumplir lo antes pensado. Entonces fue que emprendió un salvaje pique corto, y cuando estaba ahí a punto de alcanzar el alambrado que separaba la monstruosa jaula del mundo real, sintió algo que quemaba sus carnes. La voz de alto no la escucho. El estruendo de los disparos tampoco. El dolor de sus vasos atravesados y reventadas sus arterias; no le importo. Cayo estrepitosamente de bruces al suelo, arrastrándose primero y luego con sus últimas fuerzas intento darse vuelta. En ese momento el tiempo se detuvo por unos segundos, y como si él fuera un invitado más de la fiesta, pudo ver a los convictos de los otros pabellones con los rostros apretados contra los barrotes; disputarse el lugar como si se tratara de adolescentes espiando a través de un único agujero. Cuando al fin pudo girar su cuerpo y ubicarse boca arriba, los guardias que terminaban de masacrarlo quedaron atónitos con lo que veían. Su cara era la mueca más feliz del mundo. Se quedo mirando fijo al cielo, como solía hacerlo en sus tardes de soledad; extendió sus brazos y mientras se desangraba encontró entre las nubes, que eran testigos mudos e incondicionales, a su fiel caballito. Y tomando sus crinas con sus dedos chorreando; seguía sonriendo y ahí nomas le pego el grito. Por Marcelo Ojeda.